jueves, 26 de enero de 2012

Capítulo 32: "Patagonia"

La estación Soldados irregulares es apenas un terraplén de cemento que acompaña, durante unos pocos metros, a las vías que se pierden en la Patagonia para uno y otro lado. Hay un cartel despintado con el nombre y un reflector cuyo foco fue destruido hace poco por una piedra, a juzgar por los vidrios rotos que todavía se ven alrededor de la base. El pueblo, si es que se puede llamar pueblo a media docena de casas salpicadas sobre la llanura árida, comienza unos trescientos metros más allá. Está todo a oscuras y a esa hora de la madrugada parece desierto.
Corre viento. Como la puta madre. Pobersnik permanece parado con las manos en los bolsillos mientras el tren se va. Va a volver a pasar, en la dirección contraria, cuatro días más tarde y no hay otra forma de irse (la tormenta de nieve que retrasó unos días su viaje todavía bloquea la única ruta provincial que pasa a pocos kilómetros de allí). Pobersnik piensa en eso y reprime un escalofrío claustrofóbico. En cambio, se ata los cordones de las zapatillas y baja del terraplén para acercarse al caserío.
La luna en el cielo apenas está. Parece un escarbadientes doblado y no ilumina nada. Apretando el mentón contra su pecho, Pobersnik, se adentra en la oscuridad y camina varios minutos sin encontrar nada: está perdido. No puede ver más lejos que el pequeño circulito rojo del tabaco quemándose cada vez más cerca de su cara. Una oscuridad que similar a la que vio en esa casa de Olivos, la noche que desapareció Varela. Eso, piensa, mientras sigue avanzando a tientas, es bueno. Estoy más cerca, piensa.
En algún momento pierde la cuenta del tiempo, pero sigue caminando, esperando que amanezca. Sin embargo, pasan lo que a él le parecen muchas horas y el cielo no está más claro. Las estrellas y la luna permanecen siempre en el mismo lugar, como si la Tierra y el Cosmos se hubieran quedado quietos. Siente cada vez más frío y las piernas de a poco comienzan a tropezar, pero él sabe que detenerse equivale a morir congelado.
Cuando escucha por primera vez el ruido del motor no sabe de dónde llega, como si se estuviera acercando en espiral. Sea lo que sea, no lleva las luces encendidas. Pobersnik se queda quieto, esperando. Tiembla por el frío. No siente las orejas ni la punta de la nariz. El vehículo se detiene cerca suyo, no sabría precisar cuánto. Pronto, escucha un disparo y después calor y dolor en la rodilla derecha, que se le afloja, dejándolo caer en el suelo helado. Y luego una voz, que antes de perder el conocimiento, alcanza a reconocer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario