martes, 31 de enero de 2012

Capítulo 51: "La estancia"

Enterramos a Caty al pie de un álamo que estaba quemado de la mitad para arriba. Fue lo más parecido a un árbol que encontramos en las cercanías del casco de estancia que habíamos adoptado como vivienda. Natalia dijo unas palabras. Pensé que era un gesto solemne, más propio de las películas o del pasado, pero de repente tenía sentido. Era lógico: antes el común de la gente no moría de manera trágica. No se dicen unas palabras en el entierro de alguien que murió de cáncer o de un ACV, o se dicen y caen bajo la etiqueta del exceso de sentimentalismo y la falta de una terapia efectiva. Natalia habló de cuando la conoció a Caty, unos días después de que nos mudáramos en frente de su casa. Hablaba de un pasado remoto, aunque lo que contaba no había ocurrido tanto tiempo atrás. Yo los había visto a ella y a Juan cruzar la calle por primera vez, con sus dos hijos de la mano, el día que hicimos la mudanza. Me saludaron amablemente, yo les presenté a Marina y unas semanas más tarde, para inaugurar la parrilla, los invité a un asado. “Éramos buenos vecinos”, pensé mientras le apoyaba una mano sobre el hombro a Natalia, como si fuera su hija y no la mía que acabábamos de enterrar. Y de alguna manera era cierto, aunque a la suya no habíamos podido enterrarla porque tuvimos que abandonar el lugar a las corridas, después del segundo ataque. Eso había pasado dos semanas o dos siglos antes de lo de Caty, cuando todavía existía Juan entre Natalia y yo.

Pobersnik, que nos estaba mirando de lejos, se acercó rengueando, con la pierna vendada. En una mano llevaba una muleta que se había improvisado con maderas que encontramos en la estancia. En la otra llevaba el rifle.

-Se está haciendo de noche –dijo–. Tenemos que entrar.

No tuvimos ánimos de contradecirlo, aunque a ninguno de los dos ya le importaba tanto quedar afuera de noche, que desde que empezó todo era el sinónimo de una muerte espantosa y cruel.

Aseguramos las puertas y ventanas con muebles y tablas. Pobersnik quiso meterse en el sótano en cuanto terminamos, pero Natalia lo disuadió.

-Comamos acá –dijo–. En la mesa. Es un rato nomás. Si vienen, tenemos tiempo para bajar al sótano de vuelta.

Comimos a la luz de una vela, porque había que racionarlas. Abrimos una conserva de paté, otra de jardinera, y lo acompañamos con unos restos de carne que encontramos en el ahumadero, detrás del casco de la estancia. No sabíamos de qué animal era, ni siquiera sabíamos si su origen era animal, pero era la mejor comida que habíamos probado en varias semanas. Cuando terminamos, Pobersnik se levantó en su muleta.

-Voy a bajar. Si quieren, vengan conmigo ahora. La puerta se abre recién mañana a la mañana de vuelta.

Natalia levantó los platos. No lo miraba.

-Yo me quedo –dijo–. Vayan ustedes.

Intenté convencerla, pero me di cuenta pronto de que era en vano. Caminaba en círculos, con los brazos cruzados, pero no parecía tensa.

-Estoy cansada –dijo–. Sólo eso.

Pobersnik tiró la muleta por la trampilla del sótano y bajó la escalera con dificultad. Me gritó desde abajo.

-¿Venís?

Le dije que me quedaba. Por primera vez en la conversación, Natalia me dirigió la mirada. Nunca supe si era de agradecimiento o de reproche. Pobersnik se encerró abajo. Nosotros tomamos un té hasta que se apagó la vela. Después caminamos a oscuras hasta uno de los dormitorios. Nos metimos vestidos en la cama, abajo de las frazadas. Nos abrazamos.

Afuera el viento se transformó en otra cosa, que arañaba las paredes y ventanas.

-No digas nada –dijo ella–. No digamos nada.

domingo, 29 de enero de 2012

Capítulo 19: "La puerta de madera"

Es domingo al mediodía y el sol cae a pique sobre la avenida. La sombra de los postes y de unos pocos árboles secos no da refugio. Está luminosa y vacía como la cabina de un avión no tripulado. Juan Schiavi espera el colectivo 53 desde hace casi un cuarto de hora. Pasan autos, ciclomotores, bicicletas, chicas en rollers, un carro cargado de chatarra atado atrás de un caballo viejo, un 128 y dos 88. Se acercan a la parada dos chicas de la mano. En la esquina hay un pibe con una guitarra al hombro.
Enciende el tercer cigarrillo pero el humo le agrieta la garganta reseca así que después de darle un par de pitadas lo tira lejos, al pavimento. Se asoma a ver si llega el bondi. A lo lejos reconoce las luces de un patrullero. Schiavi da media vuela y camina hacia la vereda, dándole la espalda a la avenida, hasta que la policía se pierde de vista. Enciende otro cigarrillo. Las chicas se besan. El pibe en la esquina mira la hora, se sienta al cordón.
Pasa otro 128. Se suben las chicas. Pasan taxis, más autos, algunas camionetas último modelo. Enfrente, un tipo alto y flaco, con el flequillo oscuro pegado al cráneo, sale de una puerta de madera que se abre apenas lo suficiente para dejarlo pasar. El flaco mira a ambos lados antes de cruzar la avenida corriendo hacia donde esperaba el pibe de la guitarra, que se levanta. Los dos comienzan a caminar juntos hacia la esquina, donde doblan y se pierden de vista.
A lo lejos, sobre la avenida, el sol rebota sobre algo que podría ser un 53, aunque Schiavi no pueda verlo porque la luz le hace entrecerrar los ojos. A sus espaldas, vuelven a aparecer los dos pibes, que cruzan hacia la puerta de madera y se despiden con un apretón de manos. El flaco vuelve a entrar. La silueta del colectivo que lo deja se recorta, ahora sí, con claridad.
Levanta el brazo derecho para llamarlo pero el 53 no reduce su velocidad ni, mucho menos, se detiene. Son casi las dos de la tarde. Después de pensarlo un rato, Schiavi cruza la avenida y golpea la puerta de madera.

jueves, 26 de enero de 2012

Capítulo 32: "Patagonia"

La estación Soldados irregulares es apenas un terraplén de cemento que acompaña, durante unos pocos metros, a las vías que se pierden en la Patagonia para uno y otro lado. Hay un cartel despintado con el nombre y un reflector cuyo foco fue destruido hace poco por una piedra, a juzgar por los vidrios rotos que todavía se ven alrededor de la base. El pueblo, si es que se puede llamar pueblo a media docena de casas salpicadas sobre la llanura árida, comienza unos trescientos metros más allá. Está todo a oscuras y a esa hora de la madrugada parece desierto.
Corre viento. Como la puta madre. Pobersnik permanece parado con las manos en los bolsillos mientras el tren se va. Va a volver a pasar, en la dirección contraria, cuatro días más tarde y no hay otra forma de irse (la tormenta de nieve que retrasó unos días su viaje todavía bloquea la única ruta provincial que pasa a pocos kilómetros de allí). Pobersnik piensa en eso y reprime un escalofrío claustrofóbico. En cambio, se ata los cordones de las zapatillas y baja del terraplén para acercarse al caserío.
La luna en el cielo apenas está. Parece un escarbadientes doblado y no ilumina nada. Apretando el mentón contra su pecho, Pobersnik, se adentra en la oscuridad y camina varios minutos sin encontrar nada: está perdido. No puede ver más lejos que el pequeño circulito rojo del tabaco quemándose cada vez más cerca de su cara. Una oscuridad que similar a la que vio en esa casa de Olivos, la noche que desapareció Varela. Eso, piensa, mientras sigue avanzando a tientas, es bueno. Estoy más cerca, piensa.
En algún momento pierde la cuenta del tiempo, pero sigue caminando, esperando que amanezca. Sin embargo, pasan lo que a él le parecen muchas horas y el cielo no está más claro. Las estrellas y la luna permanecen siempre en el mismo lugar, como si la Tierra y el Cosmos se hubieran quedado quietos. Siente cada vez más frío y las piernas de a poco comienzan a tropezar, pero él sabe que detenerse equivale a morir congelado.
Cuando escucha por primera vez el ruido del motor no sabe de dónde llega, como si se estuviera acercando en espiral. Sea lo que sea, no lleva las luces encendidas. Pobersnik se queda quieto, esperando. Tiembla por el frío. No siente las orejas ni la punta de la nariz. El vehículo se detiene cerca suyo, no sabría precisar cuánto. Pronto, escucha un disparo y después calor y dolor en la rodilla derecha, que se le afloja, dejándolo caer en el suelo helado. Y luego una voz, que antes de perder el conocimiento, alcanza a reconocer.

Capítulo 1: "La garita"

Pensé que el vigilante de la garita de la esquina estaba muerto. Habían pasado cinco, diez minutos desde la última vez que lo escuchamos gritar. Desde entonces, todo estaba en calma. Hasta los perros habían dejado de ladrar. Me asomé entre las cortinas de la ventana, oculto en la oscuridad del dormitorio. Los faroles de la calle, amortizados por las hojas de los árboles, alumbraban algunos sectores de la calle. Pero también podía ser la luna, llena y redonda, que arrasaba la vereda como un silencio blanco.
-¿Hay alguien? –preguntó Marina desde el living, casi susurrando.
Le hice un gesto para que se callara. Uno de los chicos, probablemente Fede, estaba llorando. Nos había despertado la explosión media hora antes, cuando el reloj de mi mesa de luz marcaba las dos de la mañana. Fede y Caty se deslizaron adentro de nuestra cama, y yo me quedé despierto, con los ojos fijos en el cielorraso, esperando que una sirena de bomberos o de policía restableciera la normalidad en el mundo. La explosión había sonado a una o dos cuadras de casa. Podía haber sido una garrafa, un termotanque, cualquier cosa. Entonces empezamos a escuchar los gritos desde la garita de vigilancia.
Hasta Caty, de cuatro años, reconoció la voz de Mario de inmediato.
-¿Qué le están haciendo? ¡Ayudalo! –dijo.
Los llevé al living, que era la habitación de la casa más alejada de las ventanas exteriores. Mi celular no tenía señal. El de Marina, tampoco. El teléfono de línea estaba fuera de mi alcance y no quería moverme del living. Nos quedamos los cuatro en un sofá, abrazados, escuchando. Marina le tapó los oídos a Fede. Yo hice lo mismo con Caty. Sus lágrimas me mojaban las manos. Al cabo de unos minutos, los gritos se volvieron agónicos, sin energía, y finalmente cesaron.
Observé la casa de Schiavi, el vecino de enfrente. Las luces adentro estaban apagadas. Lo imaginé igual que yo, tirado en el suelo bajo la ventana, espiando hacia afuera. Casi podía verlo. “Hola Juan, ¿qué carajo está pasando?”. Hacía dos años que nos habíamos mudado a Olivos con Marina, unos meses después de que me asociara a la agencia de publicidad. Los Schiavi fueron los primeros vecinos con los que entablamos relación. Estábamos acostumbrados a los departamentos en capital, a la vida sedentaria y entre cuatro paredes, y los primeros meses en una casa grande con pileta, sin amigos ni familia cerca, nos hubieran resultado aún más desconcertantes de no ser por las largas tardes y noches de asados con Juan y Natalia Schiavi. Tenían dos hijos en la edad de los nuestros, que jugaban con ellos mientras nosotros conversábamos durante la sobremesa. Para cuando llegó esa noche, Marina y yo habíamos llegado a convencernos de que la mudanza al conurbano había sido una buena elección. La explosión, los gritos del vigilante, podrían haber quedado como un mal recuerdo, esas cosas que pasan y que uno no quiere vivir de vuelta, pero todo cambió cuando vi las sombras ingresando en la casa de los Schiavi y en la de al lado.