jueves, 26 de enero de 2012

Capítulo 1: "La garita"

Pensé que el vigilante de la garita de la esquina estaba muerto. Habían pasado cinco, diez minutos desde la última vez que lo escuchamos gritar. Desde entonces, todo estaba en calma. Hasta los perros habían dejado de ladrar. Me asomé entre las cortinas de la ventana, oculto en la oscuridad del dormitorio. Los faroles de la calle, amortizados por las hojas de los árboles, alumbraban algunos sectores de la calle. Pero también podía ser la luna, llena y redonda, que arrasaba la vereda como un silencio blanco.
-¿Hay alguien? –preguntó Marina desde el living, casi susurrando.
Le hice un gesto para que se callara. Uno de los chicos, probablemente Fede, estaba llorando. Nos había despertado la explosión media hora antes, cuando el reloj de mi mesa de luz marcaba las dos de la mañana. Fede y Caty se deslizaron adentro de nuestra cama, y yo me quedé despierto, con los ojos fijos en el cielorraso, esperando que una sirena de bomberos o de policía restableciera la normalidad en el mundo. La explosión había sonado a una o dos cuadras de casa. Podía haber sido una garrafa, un termotanque, cualquier cosa. Entonces empezamos a escuchar los gritos desde la garita de vigilancia.
Hasta Caty, de cuatro años, reconoció la voz de Mario de inmediato.
-¿Qué le están haciendo? ¡Ayudalo! –dijo.
Los llevé al living, que era la habitación de la casa más alejada de las ventanas exteriores. Mi celular no tenía señal. El de Marina, tampoco. El teléfono de línea estaba fuera de mi alcance y no quería moverme del living. Nos quedamos los cuatro en un sofá, abrazados, escuchando. Marina le tapó los oídos a Fede. Yo hice lo mismo con Caty. Sus lágrimas me mojaban las manos. Al cabo de unos minutos, los gritos se volvieron agónicos, sin energía, y finalmente cesaron.
Observé la casa de Schiavi, el vecino de enfrente. Las luces adentro estaban apagadas. Lo imaginé igual que yo, tirado en el suelo bajo la ventana, espiando hacia afuera. Casi podía verlo. “Hola Juan, ¿qué carajo está pasando?”. Hacía dos años que nos habíamos mudado a Olivos con Marina, unos meses después de que me asociara a la agencia de publicidad. Los Schiavi fueron los primeros vecinos con los que entablamos relación. Estábamos acostumbrados a los departamentos en capital, a la vida sedentaria y entre cuatro paredes, y los primeros meses en una casa grande con pileta, sin amigos ni familia cerca, nos hubieran resultado aún más desconcertantes de no ser por las largas tardes y noches de asados con Juan y Natalia Schiavi. Tenían dos hijos en la edad de los nuestros, que jugaban con ellos mientras nosotros conversábamos durante la sobremesa. Para cuando llegó esa noche, Marina y yo habíamos llegado a convencernos de que la mudanza al conurbano había sido una buena elección. La explosión, los gritos del vigilante, podrían haber quedado como un mal recuerdo, esas cosas que pasan y que uno no quiere vivir de vuelta, pero todo cambió cuando vi las sombras ingresando en la casa de los Schiavi y en la de al lado.

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